De viajeros

El viajero despierta y parpadea, abriendo sus ojos poco a poco, acostumbrando la vista a la luz que entra por su ventana. El paisaje dorado, los arboles, el color nuevo que le llena las retinas. Así comienza este cuaderno de viaje ­hablar de bitácoras en internet siempre resulta pedante­ sobre la vida de un español de 25 años en tierra extranjera. La movilidad constante y el cuerpo nervioso, excitado, al mirar a través de esa ventana que hasta ayer no conocía y que desde hoy será para él su hogar.

Lo llamamos movilidad. Como si fuese el título de un spaghetti western, pero más bien encarnado en la Odisea griega de Ulises y otros tantos como él. Cualquier epopeya tomaba su nombre del mismo principio sencillo; el viaje trae consigo la épica de la aventura.

Quien dude esto será a buen seguro escéptico o ha relegado el romanticismo al cajón del olvido. Pero recordemos ahora que cualquier experiencia nueva, cualquier nuevo conocido, a la larga amigo, cualquier amor encarnado, curiosidad o conocimiento esta dentro de la mística del viajero.

La misma construcción del nuevo hogar, las raíces trasplantadas, son el mejor ejemplo de esta expresión tan vieja como el mundo y tan moderna como nuestra generación. Estaba grabado en aquel Nautilus de Julio Verne: Mobilis in mobili. Movimiento dentro de un elemento móvil.

¿Todavía es necesario recordar la fantasía juvenil, la imaginación desatada que aquellas 20.000 leguas de viaje submarino despertaban en nuestra mente? Y qué decir del golfo Tenorio, que hablaba tan descaradamente de sus viajes por Europa

“Nápoles, rico vergel

de amor, de placer emporio,

vio en mi segundo cartel:

Aquí está Don Juan Tenorio

y no hay hombre como él.

Desde la princesa altiva

a la que pesca en ruin barca,

no hay hembra a quien no suscriba

y cualquier empresa abarca

si en oro o valor estriba.”

 

a quien respondía Don Luis, de esta cachonda guisa, por las tierras galas;

 

 

“Salté a Francia, ¡Buen país!

Y como en Nápoles vos,

puse un cartel en París

diciendo: Aquí hay un don Luis

que vale, por lo menos, dos.

Pasará aquí algunos meses,

y no trae más intereses

ni se aviene a mas empresas,

que adorar a las francesas

y reñir con los franceses.”

 

Y era así. Hubo una época en que un español viajando era sinónimo de admiración. Nada que ver con los remilgados tiempos de los ingleses mediterraneando con las guías Cook bajo el brazo.

Nosotros descubrimos el mundo y le pusimos nombres, cuando no honores, a todo cuanto se nos puso delante. Tampoco admitíamos burlas. Vale la pena recordar la reacción de Catalina de Erauso en Italia, allá por el siglo de Oro, cuando unas jovencitas acompañadas por bisoños chavales quisieron burlarse de Catalina, que paseaba con jubón de hombre y florete, por privilegio del Papa y del Rey de España, y le decían, riendo:

 

“­Signora Catalina, dove si cammina?”

A lo que la Monja alférez, que los tenía bien puestos respondió

“A darles a ustedes unos pescozones, malas putas, y unas cuchilladas a quien se atreva a defenderlas…”

Pero la épica no termina aquí, porque también la forja la propia personalidad. Por eso se ha hecho un tópico del joven que viaja a la India para conocerse a sí mismo. El viaje también posee una poética propia en los ojos que la observan, como el caminante a la Alcarria describe, rivalizando y a veces superando a Goethe con su ingenio. Así describió Camilo José Cela el paisaje de España, como un apátrida fuera de su casa.

“Por las tetas de Viana,

el mulo, el paisaje y yo.

Son las seis de la mañana”

No nos queda claro si el viajero paseaba o aun soñaba, remedos de Hamlet o de Calderón. La vida, en definitiva, no puede limitarse al lugar inmediato mientras tengamos piernas para caminar y sangre en las venas. Los viajes más extraordinarios de la historia nacieron no fruto del ansia de aventura como de la necesidad, y si bien nadie discute hoy en día que los caracoles o los percebes son auténticos manjares, queda bien claro ­creo yo­ que el primero que se atrevió a probarlos no era ningún epicúreo.

Venga el viaje, si es para conocer lo nuevo. Dejemos las negras ausencias del pasado bordando de ilusiones la palabra del honrado emigrante, que hoy vuelve a moverse por el mundo en busca de su futuro.

Decir que es malo algo que no hemos conocido es la más frívola de las cobardías. Pero sufre aun más la memoria de quienes nos precedieron en el viaje, y hoy nos han hecho sonreír.

Gracias, repitió Magris, al conocer el final del camino. Que aquel Danubio que fue su viaje sea el nuestro, allá donde vayamos. Gracias.

Ulises y Penélope

Desde que hace años me convertí en habitual de andenes y carreteras, descubrí en piel ajena que siempre es más duro quedarse que irse. El dolor del desgarro es mayor que el de la marcha. Para el que se queda, una parte de sí mismo se le desprende del cuerpo. Por eso es tan difícil para el hombre la convivencia con la ausencia.

No me acostumbro a mi nuevo papel de Penélope en Ítaca. Esperando paciente, en las rocas, enseñando la liga a los marineros mientras los mantiene a raya, por pura diversión, como perros rabiosos ante un festín de carne. Puestos a elegir prefiero el personaje de Ulises, pero sé que esto es fácil decirlo cuando estás en Ítaca, o cuando has salido de ella como Aquiles fue a Troya: buscando la gloria; llegar, luchar y matar, sabiendo que volverás triunfal o no volverás, convencido de que tu lugar es el Olimpo, no el Averno.

Conozco a quien ha hallado la felicidad más allá de nuestras fronteras. Es cierto que la emigración no tiene que ser dolor. Pero es igual de cierto que el desarraigo es el peor compañero de tragos. Tiene siempre mal beber. Acaba montando un pollo tarde o temprano, mientras el camarero intenta arrastrarlo fuera del bar. Luego llora y se purga, consciente de que tendrá que vivir otro día para luchar.

Porque al final la vida del emigrante es la del soldado. Es una batalla. Pero en una guerra de guerrillas, siempre en constantes escaramuzas, cuya victoria no sentirá en piel propia. Su néctar de los dioses lo beberá años después, viejo, retirado del campo de batalla, contemplando cómo su prole puede disfrutar de los beneficios de su lucha: acceso a la universidad, comodidades, vida digna, etc. Todo eso por lo que sus padres lucharon durante años en el campo de batalla de un país que no era el suyo, en una guerra que nunca fue la suya.