Otro que acaba en -iño

Y sintió esa palabra. Palabra que cuando te la dicen sientes un escalofrío. O mariposas en el estómago. O sonríes como una tonta. O vas empanada por la vida. Es gratificante aunque no sea correspondido. Ella es el ENAMORAMIENTO. Esa fase del amor en la que idealizas a la persona y la ves perfecta para el puesto de “novio”. Puf, que digo novio, no por dios, que el se agobiaba hasta con la palabra ““amigo””.

Ella estaba dispuesta a todo. Haría un “all in” en toda regla. Tardó en demostrarlo aunque dice que todavía no lo ha hecho como debe ser. Mi gran amiga, me atrevo a decir quasi hermana, es la perfecta definición de chica guerrera. Esas chicas que van de duras y en el fondo son algodón de azúcar. Esas. Él era como un muro de piedra, hormigón y la obra entera. Le costaba sentir y padecer. A veces parecía que tenía horchata en las venas. Era muy suyo. Ella siempre le decía que era un soso. Él lo aceptaba. Ella siempre se metía con él por cualquier tontería porque los silencios todavía le incomodaban. A ella le imponía bastante. Cuando él se acercaba ella era puro nervio. No lograba entender el efecto que le causaba. Le encantaba.

A ella le gustaba mucho utilizar sufijos gallegos. Siempre supo que tenía una vena gallega. Sería de todo el tiempo que pasábamos juntas. Le encantaba decir su nombre acabado en –iño. Sentía que así una parte de él le pertenecía, al igual que se llevaba una parte de Galicia cuando volvía a casa.

De vez en cuando le traía de esos chupachups que dicen que van a “retirar del mercado”. A ella le apasionan. Él, sin embargo, habría matado por unos donuts clásicos o unas galletas rellenas de chocolate.

A ella le encantaba quitarle la cadena para darle un beso, aunque mejor, no hablemos de la cadena… Rara vez él decía lo que sentía. Ella fue tonta por no decirlo tanto como le habría gustado (aunque yo le hubiese advertido). Ella se quejaba de su falta de coraje, aunque hacía lo mismo. Ella cree que él nunca supo valorarla, y muchos menos valorar lo que ella estaba dispuesta a dar por él. Estaba apasionadamente loca por él. Loca. Esa es la palabra. Le volvía loca. Rara vez discutían aunque se retaban constantemente. Se lo pasaba pipa. Ella le amenazaba con que se chivaría. “Va no seas egoísta”. “Para que me pongo roja”.

Él era deportista, constante, curioso y un chulo. Pero un chulo de esos que cuando te quedas a solas con el desborda algodón de azúcar por doquier. Ella era un tornado a su lado. Quebrantaba toda su paz. Por fin ella escribe para decir que le ha superado. Que no pasa “naa…”. Que alguien la tratará como se merece. ¡Que ella es mucha mujer! Alguien que le diga lo que siente desde el minuto uno y se deje de tonterías. Porque estar enamorado es un regalo que pocos saben apreciar y disfrutar. La mayor parte de las veces se confunde con insignificantes detalles banales. Estar enamorado es querer a una persona con sus defectos y virtudes. Quererla de dentro hacia fuera. Intentar que mejore cada día. Y, sobre todo, cuando las cosas van mal, no darse por vencidos a la primera de cambio. Ahí es cuando realmente ves si estás enamorado o no… A veces hay que ceder cuando uno no quiere. Como decía San Agustín: “ama y haz lo que quieras”. Pero ahí todavía no ha llegado. Porque para llegar a amar hacen falta demasiados sacrificios correspondidos.

Otro amor que acaba en –iño. Ese –iño que no deja indiferente a nadie. Sólo pudo tener miediño de lo mucho que ella podía hacerle feliz.

Tal y como dijo su rapero: “todo nace y se marchita el amor muere y resucita”.

Vente a Alemania, Pepe!

Hace poco -el Cielo sabrá por qué- pusieron “Vente a Alemania, Pepe” en la televisión alemana.
Doblada al alemán magníficamente, por cierto, en mi modesta opinión de C1. Aparte de la efímera nostalgia por la terruca y de la rampante vergüenza ajena, un genuino placer para los sentidos. Cine español de calidad y cuyo mensaje, atemporal, ayudará sin duda a miles de alemanes a tener una idea más verosímil acerca del carácter hispánico, lejos por fin de aquella oscura sentencia de Valle Inclán que afirmaba que España era una deformación grotesca de la civilización europea.

Pero sucede que, como en tantas y tantas ocasiones, las palabras pueden difícilmente expresar aquello que trasciende los sentidos, la psicología y la idiosincrasia de una cultura completamente distinta, aun compartiendo siglos de historia común. No es posible para un alemán raso llegar a disfrutar y entender en su totalidad la magia de esta película. Hay que explicarle que el caldo se enfría con pan y que la letra, con sangre entra. Extraer de esa centella de tropos, chanzas e ironías propagandísticas el mismísimo cogollo del que fumaron Agustina de Aragón, Isabel y Fernando, Mariana Pineda, el Cid campeador o la Monja-Alférez. No basta con haber hecho un curso en O Grove (u “O Grouf”, tal y como lo pronunciaba una simpática estudiante de Psicología de Leipzig ante un servidor la semana pasada) o acaso pasar las vacaciones en Benicassim y practicar el balconing. El camino español va mucho más allá y como decían Martes y Trece, España no se acaba donde empieza el mar; hay barcas pa’ seguir.

Por eso quisiera escribir estas letras, en suerte de justicia poética, para ilustrar la patria que insistimos tanto en amar y criticar, exaltantando su carisma de piel de toro y su armónico crisol de rodal de sudor, amnistía fiscal y mano larga. Un país de simpatía y donde, a fuerza de enamorar a Hemingway con los San Fermines, llegamos a hacer de Stendhal el Rojo y lo Gualdo. El botijo y la guitarra, la sangría y el orinal.

Pero España es mucho más que estampas de atavismo crónico y delicioso primitivismo. Es país de blogeros, de homosexualidad abierta y panaderías orgánicas, con su legión de panarras adictos a la masa madre, las franquicias de Peggy Sue´s y los conciertos de Mario Vaquerizo. En el país donde todo el mundo sienta cátedra, los 140 caracteres del twitter son el mal menor. Y también somos corruptos, claro. Como todo el mundo. Pero nosotros además tenemos gracia para serlo, y eso es bastante más de lo que jamás podrán decir los que perpetraron el desfalco del aeropuerto de Berlín.

Adoramos además las nuevas tecnologías, pese al “que inventen ellos”… En mi antigua universidad, por ejemplo, mandamos cobayas al espacio con el programa espacial europeo. Y hasta los mendigos tienen smartphone. También tenemos una de las leyes anti-tabaco más intransigentes y progresistas del orbe. Y para colofón, como se decía antaño, no hay españoles fuera de España. Los que venimos al extranjero a estudiar o a trabajar somos como las meigas o como entes de razón. La mayoría ni siquiera sabía que Repsol-YPF tenía capital español, pero cuando los argentinos decidieron expropiarnos sin pagar un duro, carajo. Lo sentimos muy nuestro, teníamos u fuerte posicionamiento español y nos indignabamos. Y eso que estábamos viviendo en Londres o en los fiordos noruegos. Los alemanes se pensaban que éramos alérgicos a la modernidad y que además, como insistía el tópico, éramos vagos, cainítas y practicábamos un individualismo “que te jodan”. Menos mal que el cine español acudió en nuestro auxilio.

Por fortuna la memoria colectiva tiene una durabilidad bastante escasa y no creo que dentro de dos meses ningún alemán se acuerde de la dichosa película. Tampoco se acuerdan ya de aquellos pepinos españoles que tanto dieron que hablar en su día, y desde luego hay cosas mas importantes en las que pensar, como por ejemplo restringir a los emigrantes españoles las ayudas laborales que cualquier trabajador tiene derecho a percibir en Alemania. (ver link con interesante información aunque procedente de blog tendencioso). Y así las cosas, ellos siguen haciendo caja y nosotros nos preparamos para hacer de Murcia o Matalascañas allá por 2030 un paraíso de hombres y mujeres de mundo que hablan muchos idiomas y poseen múltiples títulos extranjeros y experiencia laboral sin límites. Un país nuevo donde la torrija matinal acompañará al beicon con huevos fritos y donde nadie insistirá en llamar a las mujeres “señora” o “señorita” en función de su estado civil. Ventajas colaterales.
Una España europea, al fin y al cabo; la leche en polvo.